Los días que pasan
Edgar Núñez Jiménez
Entreabre los ojos para ver el cinturón del amanecer que va
relegando poco a poco la oscuridad de la noche. ¡Otro día que pasa en esta
ciudad cada vez más vacía! Ha dormido solo unas horas y allí tumbada, antes de
que el sol se deje ver por completo, siente el peso del cansancio sobre sus
hombros.
Debe volver al hospital, empezar la
siguiente jornada, sacar fuerzas de donde pueda para seguir. Y luego, al
anochecer, volver a los condominios a visitar a los enfermos que, recluidos
desde sus casas, la esperan.
Antes de salir a la calle
silenciosa, advierte que sus ojos más oscuros se pierden sobre su rostro
demacrado. Suspira y azota la puerta.
¡Qué difícil es ser la muerte en
estos tiempos!
Regalo
Edgar Núñez Jiménez
para Eyvar Abarca
La niña entra en la casa de juguete, pone unas piedras
sobre el sartén y finge que cocina. El hombre, que en realidad es su padre, la
ve detrás de la celosía y se contiene en no llorar de emoción.
–Aquí tienes– le dice ella,
mientras le extiende cinco piedras blancas y pulidas sobre una hoja de plátano.
Él las sopesa con asombro, como si
con ese acto se ordenara el universo. La niebla, alta a esas horas de la tarde,
inicia un lento recorrido encima de sus cabezas. Y al instante, Sawa tzat[1] deja entrever las
estrellas.
Ambos lo ignoran, pero de la tierra
brota una energía que ayuda, con el acto, a erigir las paredes derribadas de la
casa y a construir un puente entre ellos. Él es, para su hija, un hombre sin
rostro, a ella le inventaron una vida, un apellido, un hogar.
En el fondo del I'ps töjk[2] no sienten tristeza, ni cansancio,
ni dolor. Y en el abrazo que sucede después, se enciende una chispa capaz de
doblegar las tinieblas de la cueva. Al oriente, Sawa tzat se disuelve en el
Cerro de las Nueve Estrellas, y deja, como huellas, nubes desleídas en el
cielo.
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