domingo, 4 de abril de 2021

Minificciones de la escritora Guillermina Cuevas Peña.

 Guillermina Cuevas Peña, Quesería, Col., 1950. Lic. En Letras y Comunicación por la Universidad de Colima. En 1995 la Universidad Autónoma Metropolitana publicó “Piel de la memoria”, en su colección Molinos de viento No. 87. La Dirección de Publicaciones de la Universidad de Colima, reeditó esta novela en 2005. “Del fuego y sus fervores”, poesía, fue una publicación del Instituto Colimense de Cultura, Colección Volcán de Letras en 1996. En esta misma colección se publicó “Pilar o las espirales del tiempo”, con el premio “Gregorio Torres Quintero” del VII Certamen Estatal de Cuento, 2002.

En marzo de 2003, la Universidad de Colima editó “Apocryphal Blues” otro libro de poesía. “Un arresto de virilidad”, ensayo, se publicó en 2013, por la Secretaría de Cultura del estado de Colima. En la colección Parota de sal, la Secretaría de Cultura editó el poemario “Musitante delirio” en el año de 2012 y la novela “Dulce y prehistórico animal”, por la editorial Puertabierta. “Ya floreció la vainilla”, cuento, editorial Puertabierta, 2016. En 2020, Puertabierta publica una edición corregida y aumentada de “Pilar o las espirales del tiempo”


Textos publicados en  el III Encuentro Iberoamericano de Minificción


El placer inocuo

 

 

Seis meses después de la vida placentera y creativa le rescindieron el contrato. Había sido feliz y fructífero. Pintor autodidacta, encontró en el abstraccionismo el medio apropiado para volcar sus ansiedades, la luminosa idea de concretarse en el artista que sus estados alterados le prometían. Tuvo a su alcance los materiales que su inspiración necesitaba. El programa incluía también los alimentos: desayunos frutales, almuerzos con proteínas magras, cenas con postres delicados, de vez en cuando una pizza o unos tacos que le hacían llegar al departamento en donde estaba recluido. En la despensa había nueces, mermeladas, jugos envasados, salsas de chocolate, frutos secos, caramelos y galletas, en el refrigerador los quesos, uvas, fresas, cerezas, piña, melón, mango, duraznos, ciruelas, sandía y, eventualmente, guayabas de Calvillo. De una panadería cercana le enviaban, tres veces por semana, pan de caja, cuernitos salados, y bolillos. De esta abundancia surgieron sus ganas de cocinar. La primera semana se dedicó a los emparedados. Combinaba jamón de pavo y pastrami de Slovensko, pechuga de pollo a la plancha, piña y queso, lomo de cerdo con pesto de pistaches y mostaza antigua, camarones en salsa de tres quesos, salmón ahumado con pepinillos y tomates asados. Convertía el pan frío en preciosas brusquetas con mermelada de cebolla o queso ricota con cilantro, sal y pimienta.

Solicitó también una mezcla especial de cinco pimientas, estragón, cúrcuma y poppy seeds, pero le contestaron que el presupuesto era insuficiente para esas extravagancias. Tenía a su disposición revistas, discos, pinceles, óleos, lienzos. Un viernes por la mañana, día en que los médicos tomaban muestras de sangre y orina, el sujeto de estudio preparó un suculento desayuno y los invitó. Cocinó desde temprano:

dos litros de jugo de mandarina, sopitos de masa de maíz con crema, queso fresco y salsa de tomates verdes con chile serrano, fresas con miel y granola que él mismo había tostado a fuego lento, café negro y  rollitos de pastrami con espárragos salteados. Cuando el internista y el  neurólogo llegaron, el pintor abstracto bailaba al ritmo de “La marcha de Zacatecas”, con un colador de pasta en la cabeza y una escoba a modo de fusil revolucionario. El desayuno se prolongó hasta las dos de la tarde con música de Focus, Jethro Tull y Litle Feat, éste último, un grupo de rock de un músico que estudió dos semestres en la facultad de medicina de la UAG. Una semana después, los médicos le anunciaron la terrible noticia, como los estudios de laboratorio no mostraban daño alguno, como el consumo de la sustancia exaltadora solo indicaba aumento de apetito y, algunas veces, una repentina necesidad de bocadillos de la pastelería Arnoldi, nieve de pasta de Pátzcuaro o cocos frescos de Colima, el Consejo de Investigaciones Médicas de Occidente había rescindido su contrato. El sujeto de estudio se desplomó. De la ilusión al desencanto, del gusto sobresaltado a la franca decepción lo llevó la noticia. Lloró amargamente, pensó en sugerir que revisaran otra vez los encefalogramas, que le hicieran otro electrocardiograma, incluso, un conteo espermático. A pesar de que recibió un cheque que cubría los seis meses que faltaban para completar el programa, aunque le permitieron quedarse con la sustancia exaltadora, los víveres y tres semanas más en el departamento, el sujeto de estudio se puso muy triste. Abruptamente pasó de la placentera vida, el desborde de energía y el magnífico apetito, a la depresión aguda, a la tristeza profunda de la incertidumbre. Miró con otros ojos su obra pictórica y se dio cuenta que valía pura madre, que sólo eran manchas de pintura en lienzos que pudieron tener mejor destino, que no había en ellos algo  creativo y menos algo artístico. A la sombra de un guayabo, en el pequeño jardín del departamento estuvo cabizbajo y meditabundohasta que una canción de Uriah Heep, “el cumpleaños del mago”, lo rescató de su irrealidad. Tuvo entonces la brillante idea y volvió, con renovados ánimos, al inicio de un nuevo proyecto. Horneó doscientas galletas, con glaseados de chocolate, con avena, nueces, jengibre, canela, ralladuras de cítricos, vainilla, las empacó en pequeñas bolsas de papel estraza, diseñó un logotipo con la letras EPI en azul ultramar sobre un círculo rojo y salió a la calle disfrazado de chef, con una canasta de galletas y un nuevo atisbo de felicidad. En la esquina de Juárez y 16 de septiembre inició su empresa. Dicen que su mayor motivación fue la de no volver a casa de sus padres, tenía ya 27 años y una carrera en Administración de Empresas, que según su dicho, había estudiado sólo para complacer a su familia, porque estaba convencido de que podría ser artista plástico. Cuentan que seis meses después se fue Quebec, que allá tiene una galletería principal y tres sucursales, que distribuye también macadamia de Michoacán, mole de Oaxaca, cocadas finas de Colima, entre otros productos, que todos los viernes por la mañana, religiosamente, escucha la marcha de zacatecas, que conserva todavía el logotipo que diseñó y que las iniciales EPI se refieren al registro de su empresa “El placer Inocuo”.

Ya floreció la vainilla, Puertabierta Editores,


 

El toro de Miura

 

 

El gobernador inauguró la sesión solemne cuando la banda de guerra terminó la ceremonia a la bandera. Antes, el coro de Cámara había entonado el himno nacional frente a las damas voluntarias, que ocupaban la graderías y lucían todas su traje sastre rosa mexicano, cortados con la misma tijera, a excepción de la primera dama quien portaba un modelo distinto, aunque el mismo color, y llevaba una tiara de piedras luminosas que proyectaban destellos intermitentes sobre los integrantes del presidium.

La decoración del recinto resaltaba la construcción circular, y la profusa iluminación se estrellaba violenta en el vitropiso blanquísimo. Al lado derecho de los miembros del gabinete, cincuenta sillas comunes, con la marca de la empresa a la que fueron rentadas, Muebles para fiestas “La Pachanga” eran ocupadas por los creadores, promotores y difusores culturales que habían sido convocados para la instalación del Consejo Estatal para la Artes y los Designios Gubernamentales.

Cinco representantes de la comunidad artística entregaron públicamente las propuestas para la aplicación de los fondos en programas, estímulos directos, coinversiones y gastos de ejecución y se les aplaudió mucho y la ceremonia iba sin contratiempos hasta que, fuera del programa, un escritor y un pintor pidieron la palabra. Esta insolencia provocó la súbita ira del gobernador quien, micrófono en mano dijo con voz de mando: “Lentejo, al ataque”. Se escuchó primero un resoplido fuerte, como el de un búfalo enojado, luego, detrás de una enorme cortina que antes de este momento nadie había advertido, apareció un toro de miura, cárdeno, ojinegro, recogido de barriga, con el cuello largo y muy flexible y comenzó a perseguir a los pintores, poetas, videoastas, músicos, escultores. Yo me refugié en una choza de dos metros cuadrados construida con paredes de carrizo y techo de paja en la se exhibían piezas de la arqueología del occidente, y hasta ahí llegó el enorme animal a meter sus cuernos y uno de ellos pasó en medio de mis piernas sin provocarme ninguna herida, ningún daño y así permaneció hasta que el gobernador iracundo le dijo: “A las damas no, Lentejo, vuelve a tu silla”. Algunos creadores buscaron refugio detrás de los arreglos florales, bajo las sillas, otros francamente corrieron hacia la gradería donde el séquito en rosa mexicano permanecía imperturbable.




El tendón del alma


Iba con Avelino en un automóvil pequeño. Era un tráfico pesado y
lento y todos los automóviles eran iguales pero en diferentes colores.
En el piso de la parte posterior se escuchaban las voces de dos niños
jugando a la fusión de moléculas con sus muñecos superpoderosos,
uno era de fuego, decían, otro de piedra, y ganaban batallas y
cruzaban el hiperespacio. Yo estaba muy ocupada buscando en un
enorme directorio telefónico el número de una línea de autobuses
porque en este sueño tenía que viajar y le decía a Avelino que el
boleto costaba 43 pesos menos y él conducía con la misma
brusquedad y precisión que los otros automovilistas y apenas me
contestaba que sí, que los boletos costaban menos en esa línea de
autobuses. Repentinamente otro escenario, escaleras que llevaban a
un edificio público, columnas como de un teatro en Guanajuato o en
San Luis Potosí. Yo subiendo, con mi enorme directorio telefónico y
luego la abrupta irrupción de un toro miniatura, un torito negro y peludo
que me obligaba a detenerme, a sentarme para evitar el peligro.
Escuché que alguien dijo “mira el pitonón del toro”. Esperé hasta que
dejó de perseguirme y bajó la escalera para adentrarse en el parque
donde tres o cuatro perros lo esperaban. En la entrada del edificio una
muchacha me recibía llorando, maestra, me decía, en la oficina
alguien está herido de muerte y yo le contestaba, pronto llegará la
ayuda, no te angusties. Entramos al edificio y, sobre un escritorio,
agonizante, pálido, estaba el herido de muerte. La muchacha llorosa
que me recibió en la entrada me dijo en voz baja, nadie puede
ayudarlo, tiene el pecho abierto y puede verse el tendón del alma.
Cuando desperté eran ya las once de la mañana, me dolían los ojos,
tenía sed y aunque ninguna herida había en mi pecho sentía muy
lastimado el tendón de mi alma.

Cielo con pájaros


Anoche el Distrito Federal, el Paseo de la Reforma. Iba con Victorioso.
El vestía un saco a cuadros en negro y café, un morral de piel café y
sombrero del mismo color. Yo llevaba, con preocupación, a Tinitongo
de la mano y caminábamos de prisa porque una lluvia pertinaz nos
amenazaba. En las primeras cuadras vimos a las prostitutas
dramáticas, una de ellas con un vestido antiguo en satín azul, con los
labios rojísimos, otra como Irma la dulce, con medias verdes y zapatos
dorados de tacón muy alto, luego mucha gente, mujeres viejas de
aspecto extranjero comprando artesanías. Victorioso me dijo que esas
tiendas eran muy caras, que él conocía otras muy cerca, unos arcones
dijo, que vendían productos baratos y allá nos dirigimos y a la vuelta
de la esquina era ya otro escenario, una calle estrecha, un pequeño
parque y un café donde los clientes leían todos el mismo periódico.
Tinitongo tenía hambre y en un puesto ambulante le compré un jugo
de naranja. Súbitamente la lluvia cesó. El cielo comenzó a iluminarse y
una nube enorme y violenta se movía con velocidad inusitada, al
principio era azul plúmbago y tenía destellos rojos, luego se tornó
verde con manchas en color naranja. En la calle la gente observaba
con fascinación. Pero no era ya una nube vaporosa, eran miles de
pájaros verdes con alas rojas. Cuatro de ellos bajaron hasta el
pequeño parque y comenzaron a comer el maíz que una anciana
arrojaba a las palomas. Victorioso dijo, vamos a correr esos pájaros a
patadas y Tinitongo dijo, yo también quiero patearles el trasero. Un
cliente del café salió con su periódico doblado bajo el brazo y exclamó:
estos cochinos pájaros nos han llenado la ciudad de caca.

Como las alas rojas de pájaros en mi sueño, la máquina rechaza las
siguientes palabras. Tinitongo, prostitutas, plúmbago y caca.

Summer time



Andaba yo con Will Smith en el este de Los Ángeles. Vestido él con
extrema sencillez, una camisa a cuadros en verde y café, un pantalón
viejo de mezclilla y zapatos con suela de goma muy gastados. Atento
y protector me llevaba del brazo a un cine inconcluso, una
construcción muy rústica, como dicen los arquitectos, todavía en obra
negra. Había muchos migrantes mexicanos pero el actor hablaba
conmigo en inglés y yo le repetía: Don’t leave me alone, please y el
me respondía, Don’t worry, I will take care of you. Me trajo luego una
hamburguesa de medio kilo y un chocolate milky way y se fue para
atender a un grupo de orientales que gesticulaban con vehemencia.
En el cine inconcluso se presentaba una obra de teatro con tres
personajes, una mujer gorda y pelirroja, una muchacha de piernas
muy largas y un hombre maduro montado en una bicicleta amarilla,
fosforescente. Había en el ambiente un intenso olor a incienso de
canela. Will Smith desapareció y yo me quedé en un tianguis donde se
vendían productos mexicanos y, muy desorientada, llegué hasta una
habitación llena de niños que saltaban sobre colchones de plástico.
Alguien abrió la puerta y me dijo, maestra, le encargo a los niños,
tenemos una junta urgente de comerciantes en pequeño. Creo que
lloré, me veía con un rollo de papel sanitario secando mis lágrimas. La
siguiente imagen fue en un autobús de Grayhound, un hotel pequeño y
una habitación en el tercer piso con ventana hacia una calle oscura y
desierta. Sobre la cama individual encontré un sobre blanco. Había en
él un billete de veinte dólares y una tarjeta de presentación en la que
leí: Will Smith, Asesor de migrantes en desventura. Al reverso, una
nota que decía: “I will take care of you in the summer time, please
don’t worry”.




Ganaron las chivas


Sucedió tal vez en Guadalajara. En la sala de una casa se habían
reunido unas 20 personas para ver un partido de futbol o una pelea de
box. Yo estaba sentada en una silla blanca de plástico, alguien me
ofrecía pepinos con chile, limón y sal. De pronto un grito que se
ahogaba con el ruido de una sirena de policía. Huyendo sin saber
porqué me refugié en un taller mecánico. En la densa oscuridad, casi
al borde del desmayo, dos perros mordían mis tobillos. No sentía
dolor, sólo la sensación de algo viscoso. Inmóvil y aterrada permanecí
hasta que la luz del amanecer me permitió ver a los dos perros que me
impedían moverme. Un pastor alemán color capuchino era el más
feroz, la sustancia viscosa que percibí toda la noche salía de su
enorme hocico, era una espuma verde amarillenta. Luego se
transformó en hombre, un hombre alto, con marcas de acné. Me dijo
que ya no había peligro, que la policía se había retirado y que yo
estaba a salvo. El otro perro era apenas un cachorro. Dejó de
morderme, se metió debajo de un automóvil sin pintura y se durmió
inmediatamente. Salí de ese lugar y en la calle no había rastros de
algún suceso inusitado. Un muchacho en bicicleta iba gritando
“Ganaron las chivas, cabrones, hijos de su chingada madre”. Me dolía
el estómago, sentía náuseas y pensé, me hizo daño el pepino con
chile.

La pradera


Fue otra de esas chambas gratuitas pero muy gratificantes. Me
encargaron la atención del escritor invitado y, con gran esmero, cumplí
esta misión. Estuve con él desde el desayuno hasta la ceremonia en la
que recibió la condecoración. El problema surgió cuando otro escritor,
invitado por otra institución, manifestó su deseo de acompañar al
primero para celebrar el éxito de ambos. Yo cargaba las almohadas
blancas que me regalaron en el Congreso del Estado. Media docena
de almohadas con el logotipo de la quincuagésima legislatura y mi
nombre bordado en hilo dorado eran una carga molesta, casi
vergonzante. Un taxista se ofreció a llevarlas hasta mi casa y yo le di
una propina por su amable servicio. Los congresistas sesionaron en
ropa interior, cómodamente recostados en colchones individuales y el
escritor premiado pensó que lo hacían por el intenso calor y no quiso
hacer más comentarios al respecto. Fuimos al bar La pradera
pensando que en ese lugar encontraríamos un poco de esparcimiento
pero había un evento especial y, otra vez, les vimos la cara a los
mismos personajes que habían asistido a la ceremonia. Esto es
inaceptable, dijeron en coro los dos escritores invitados, de no ser por
las edecanes que están tan buenas, me quejaría ante la autoridades
federales. Marco y René decidieron quedarse y todo el séquito les
aplaudió y hasta declamaron el brindis del bohemio y se
emborracharon. A las tres de la mañana los llevaron a su hotel en una
camioneta oficial y los organizadores de la fiesta dijeron que muy
simpáticos los escritores, que nada presumidos y muy bailadores, que
así debían de ser todos, que la próxima vez que vinieran también les
regalarían almohadas blancas con su nombre bordado en hilo de oro.

Transparencia en vidrio


El desempleo me arrastra en este sueño y me obliga a trabajar de
tiempo completo en otro absurdo, uno más en mi onírico currículum.
Es este un ambiente rural de rústicas construcciones y precarios
servicios y estoy con Mario, gobernador de Colima, y soy parte de un
equipo que registra las peticiones y reclamos y quejas y propuestas
ciudadanas. Llevo una caja de cartón que pesa tanto como mi
congoja, como el desaliento que me ha inundado el alma. No entiendo
por qué debo seguir este sendero, tampoco entiendo por qué el
gobernador me ha dado este encargo, por qué me ordena descansar a
un lado de él en una cama con cobijas sucias y a la vista de todos. Es
apenas un cobertizo que amplía el límite territorial de una tienda de
abarrotes y me provoca una gran ansiedad cumplir con esta
indicación, no quiero entrar en este espacio aunque me diga que es la
única manera de tomar un descanso en este recorrido. Apresurado el
sueño, adelanta otros acontecimientos. El mandatario del corazón
latente me indica que yo estaré al cargo de los reconocimientos, de los
diplomas y los premios, de los informes, constancias y documentos
oficiales. Me dice: el reclamo general es la transparencia y mi gobierno
cumplirá al pie de la letra, desde ahora entra en vigor este decreto,
cualquier documento oficial se entregará en vidrio, busca un buen
grabador para comenzar esta tarea. Y yo me veo en el azoro, en el
desconcierto, abriendo mi pesada carga, una caja de cartón con
vidrios cortados en tamaño oficio, con la firma del gobernador grabada
en el calce inferior y un número consecutivo en el margen superior
derecho. Este es el empleo que una noche aciaga me llevó al delirio.
Como un corolario subordinado, como un campo semántico alterno,
una ventana electrónica muestra la siguiente letanía:
Este sueño
Este ambiente
Este sendero
Este encargo
Esta indicación
Este espacio
Este recorrido

Este decreto
Esta tarea
Este empleo


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